Arrebujados en nuestros abrigos, bajamos de los camiones y fuimos conducidos a una casucha oscura, donde habían puesto unas largas mesas y unos bancos. La estancia estaba alumbrada por candiles de aceite o por velas colocadas en los extremos. Nuestros cuerpos proyectaban sus sombras en los platos y no veíamos bien para comer. Unos hombres toscos y bruscos nos trajeron la comida. Yo me figuraba en deportación a Siberia, y sentía de golpe una gran ternura o amor por los niños que iban en la comitiva y por aquellas madres burguesas que jamás habrían cenado en un local tan lleno de sobresalto mudo, de terror latente.
Por otra parte, gustábame vivir una experiencia como aquella, tan áspera. Después de la cena nos separamos. Los que nos habían servido la comida nos señalaron albergue para dormir. A mí me tocó ir con Miguel Prados, su mujer y sus dos hijas a una de las mejores casas del pueblo. En la puerta había un hombre con fusil y mala cara, que nos recibió diciendo: - ¡Ah, vamos! ustedes son de los sabios. Yo entablé un breve diálogo:
- ¿De quién era esta casa?
- De unos marqueses.
- ¿Eran madrileños?
- No, de Bilbao.
- Venían por aquí por temporadas nada más, ¿verdad?
- Sí.
- Ahora, ¿dónde están?
- Tranquilos.
- ¿Pues...?
- Los matemos.
- José Moreno Villa Vida en claro 1944.
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