lunes, 16 de diciembre de 2013

El viaje a París




( Dennis Stock  café Fiore, 1953 )

Era una falacia histórica, coincidí con Jaime. Que FranÇoise Hardy, adolescente bellísima y con gesto como de permanente mohín, apareciera cantando en un bulevar, parisino a buen seguro:

Tous les garÇons et les filles de mon âge
se prominent dans la rue deux per deux

Lo entendíamos y era una de las figuras - y de las melodías - de una adolescencia que, secretamente, siempre había tenido lugar en París.

Pero que en el estribillo repitiera:

Oui mais moi, je vais seule par les rues, l´âme en peine
Oui mais moi, je vais seule, car personne ne m´aime

era una falsedad histórica, mitológica casi. Cómo podía hablar de soledad en las calles - mientras los demás adolescentes con granos se amontonaban - aquel querubín existencialista en blanco y negro, construido de "la materia con la que se construyen los sueños". (Bien que fueran sueños de posguerra. Y de recuerdos de Django Reinhardt y la Maga en los puentes del Sena. Y de añoranzas de un Boris Vian en los clubes de la Rive Gauche).

La historia se miente así, comentó Jaime tristemente. En voz baja aludimos a la proclamación de la constitución de la Unión Soviética del año 34 - el del inicio de los Procesos de Moscú - como "la constitución más democrática del mundo". En las checas de Madrid todo el mundo recitaba a la generación del 27, había leído yo hacía poco, y en los patios se representaba teatro popular, también. En ese momento dejamos los ejemplos para otro rato.

La conversación se había iniciado porque alguien, por fin, había encontrado unas canciones de Lenny Escudero, el mejor chansonier francés según Jaime. Y nos había traído referencias de sus letras y de alguna rara grabación del tal.

Llevábamos meses discutiendo sobre nuestros mitos particulares de la canción francesa. Pero Jaime, en su alambicada erudición, siempre se empeña en sacar nombres, fechas, canciones que él solo conoce. Antonio, el archivero, rata de hemeroteca y de ordenador, había a lo último encontrado unas películas arcaicas del cantante francés, y nos las había regalado. Con lo que aquél había sido devuelto al mundo real - o sea, el de las bibliotecas y las tertulias vespertinas - más allá de las insólitas citas de Jaime, que ni tiene ordenador ni frecuenta los archivos.

Aquel día había venido también José, jinete de salto, juez de doma y dueño de una hípica en Aragón - en el antiguo reino occitano, precisa él. Tiene un difuso origen francés. Con él estaba su novia, Gloria, que dirige una escuela de doma clásica también, esta vez en la costa atlántica. Habla español con acento gascón, ignoro las razones, y canta a Edith Piaf, con desgarro aquitano también.


Fuimos a celebrarlo al bistrot francés cercano a la iglesia de San Sebastián, calle Atocha arriba. Allí había empezado la discusión, varias semanas atrás.

Nada más entrar en el local regresamos a la Isla de San Luis. Lejos de las calles que nos rodeaban, y del tumulto de un Madrid festivo, al cruzar el umbral París retornó ante nosotros. La ciudad alrededor se había vuelto infinitamente distante y, en su lugar, habíamos vuelto por fin al bulevar Saint Jacques - de donde nunca hubiéramos debido salir, según la sabia definición del profesor Vázquez, que ha estudiado en la Ecole des Hautes Etudes.

(Que existan tales lugares en la geografía de cualquier ciudad, en portales aparentemente anodinos, nada tiene de extraño según advierte el que haya viajado un poco. En el centro de Roma, en el Coliseo se abre una vaga gruta que, según es conocido, es el ombligo del mundo. Alicia desapareció en un espejo, una tarde. Washington Irving recoge la leyenda - que todo el mundo había escuchado en Granada - de la cueva en La Mancha, donde se hospedaba el ejército de Boabdil  y el universo de los nazaríes, encerrados tras una anodina ladera. En el sótano de la calle Garay, en Buenos Aires, se encuentra un aleph - según relatara memorablemente Jorge Luis Borges...).

En un restaurante parisino es inevitable que la conversación adquiera un cierto aire de posguerra. El profesor Vázquez, con la segunda botella de beaujolais, se había puesto a hablar de las reformas de Haussman, del París de la revolución burguesa y de la restauración de los Orleans. Cada cual tiene sus temas y el antropólogo y erudito amigo nuestro no sale del XIX.

Pero José, ante nuestra sorpresa, comenzó a hablar con la encargada del local, la bella Sophie, y acto seguido los dos empezaron a entonar a Prévert, desdeñando al resto de comensales, que comían con los ojos bajos y no se atrevían a contradecirles.

Oh! Je voudrais tant que tu te soviennes
Des jours heureux ou nous etions amis.
En ce temps-lá la vie etait plus belle,
Et le soleil plus brûlant qu´aujourd´hui.
Les feuilles mortes se ramassent á la pelle.
Tu vois, je n´ai pas oublié...
Les feuilles mortes se ramassent á la pelle,
Les souvenirs et les regrets aussí.

Nunca hubiéramos debido salir de París, afirmamos todos esta vez, junto al profesor Vázquez, que contemplaba su pasado en la Sorbona a través de la copa de vino.

Joseph Kosma, el compositor discípulo de Bela Bartok, había escrito la canción en 1945, la inolvidable Les Feuilles mortes - donde se habla inevitablemente del olvido - con la letra de Jacques Prévert, el poeta que hablaba de las aceras de la Rive Gauche.

José y la seductora Sophie la entonaban con un recuerdo de la versión que, para algunos, era la clásica, la de Yves Montand.

Des jours heureux que nous etions amis

Pero yo recordaba haber escuchado hacía poco una versión inglesa, titulada Autumn leaves cantada, con voz de Nueva Orleans y alcohol milenario, curiosamente por Edith Piaf, que había grabado a su vez una versión en francés que no conocía.

Tantos la habían grabado... Existía por ejemplo - Gloria dixit - una versión jazzistica de Cannonball Adderley de 1958. Miles Davis tocaba la trompeta en ella, apuntó alguien. Jaime, fiel a sus mitos, prefería a todas la de Juliette Greco -ella misma un mito, antes de canción o grabación alguna - que alguien recordaba como de 1967 o así. La propia FranÇoise Hardy había realizado dos versiones. Una, primera, que desdeñó, en 1965, y otra un año posterior, que sí aparece recogida en su discografía. El profesor Vázquez, antropólogo americanista, al fin y al cabo, nombró el filme "Las hojas del otoño" de 1956, en donde era Nat King Cole quien se encargaba de la versión para la película. También la había grabado Grace Jones, apunté yo, en los 80, antes de que los comensales se me despeñaran en un bulevar sin retorno.

Pero ya no había remedio. El paraíso, el antiguo jardín de los persas, es un lugar cubierto de hojas secas, y de nostalgias, y de un río que se pierde más allá del Pont Neuf. Y de un café, un tanto pasado de moda, donde ya no hay futuro - esa ordinariez ilustrada - sino sólo Charlie Parker y los ecos del free jazz - que no puede considerarse un futuro bajo ningún aspecto. En la "ruinosa sala Pleyel" alguien - seguramente Boris Vian- había fotografiado a Juliette Greco junto a Miles Davis, que actuaba allí esta temporada. Acudía todas las noches con él, dijeron.


Uno de los textos más breves, y mejores, que se han escrito sobre la canción francesa es el poema de Jaime Gil de Biedma, que se titula "Recuerdo y elegía de la canción francesa":

Nosotros los de entonces, ya no somos los mismos,
aunque a veces nos guste una canción

Con las primeras copas de armagnac no me dejaron recitarlo. En su lugar Gloria, con mucha mejor voz, y ese acento gascón que algún día tendrá que explicar, nos recordaba la figura del Paraíso de nuevo -un paraíso cargado de tiempo y de remordimiento, y de anarquistas internacionales - en la figura de Leo Ferré, su preferido, del que recordaba su "Avec les temps", precisamente.

Et le vent du nord les emportet
Dans la nuit froid de l´oubli
Tu vois, je n´ai pas oublié
la chanson que tu me chantais

Quién puede imaginar esa vulgaridad de un universo sin culpa, pensamos.

El bistrot había cerrado, pero nosotros seguíamos allí. Fuera, sólo nos esperaba una ciudad en fiestas y lejos del río.

Jaime nos recordó su escenario internacionalista, compuesto de franceses que no habían nacido allí.

- Como yo - apuntó José. (Era hijo de exiliados republicanos, nos contó después, y se había criado en Montpellier, rodeado de nostálgicos como sus ancestros. Entonces supimos por qué siempre había hablado español con un vago aire exótico).

- Sí. Y como mi preferido, Jacques Brel, que era belga. Y Dalida, italiana nacida en El Cairo. Y Aznavour, armenio. Y Moustaki, griego... - replicaba Jaime. - Y Lenny Escudero, el mejor, que era hijo de republicanos españoles.

Entonces cerramos el bar. Y París.

- Sophie, por favor, no nos olvides - nos despedimos.

(Yo había estado a punto de repetir la plegaria de Maiakovski: " Lily, aimez moi").

Antes de despedirnos, ella nos puso una grabación de mi canción preferida de Jacques Brel - qué le vamos a hacer - la Chanson des vieux amants

Moi, je sais tous tes sortileges
Tu sais tous mes envoutement
Tu m´as gardé de piége en piége
Je t´ai perdue de temps en temps
Bien sur tu pris quelques amants
Il fallait bien passer le temps
Il faut bien que le corps exulte
Et finalement finalement
Il nous fallut bien de talent
Pour étre vieux sans étre adultes...

- Dicen que hay amores sin culpa - se reía de nosotros Gloria al salir.
- Sí. Y ciudades sin río. Pero carecen de música - le contestamos.






sábado, 23 de noviembre de 2013

Una tumba en Cayambe



Era a finales de los años 80. En la revista valenciana Quites, editada con todo esmero por la Diputación Provincial, había aparecido entre otros un breve artículo en torno a la muerte de Domingo Dominguín titulado "Una tumba en Cayambe".

Nombraba un paraje remoto en el altiplano andino, la desolación del viaje, la inutilidad del olvido, una geografía sin redención posible... En su momento el artículo me impresionó, en su nitidez. Tiempo después, no me acordaba del título.

Curiosamente, tantos años más tarde, habíamos estado evocándolo en una comida con J., que todavía lo recordaba. J., con su memoria inagotable, nombró de nuevo aquel viaje imposible al distrito andino del empresario manchego con el torero Curro Vázquez, yerno de Domingo, la corrida de toros en Guayaquil a la que no asistió el apoderado - "Id vosotros. Yo os espero aquí" - y la espera, ya interminable, en el hotel. En el entreacto Domingo se había disparado un tiro. Antes, había sido el exilio voluntario del mayor de los Dominguín. Habían sido también sus empresas taurinas y de las otras, su antigua militancia comunista, la generosidad con todas las empresas perdidas. La insolencia, el desparpajo, el desgarro de aquella época. Las amistades de Domingo Dominguín, su relación con Juan Benet, José María de Quinto, Jorge Semprún, Rafael Sánchez Ferlosio o Ignacio Aldecoa... Y el nombre de ese lugar imposible en el distrito de Pichincha que no figura en los mapas: Cayambe.

J., cómo no, recordaba perfectamente el texto tanto tiempo después, y aún podía nombrar su excelencia. Y su nítida melancolía. "Una tumba en Cayambe", me precisó, apuntando el título. Del autor no hubo de decirme nada, porque ambos lo recordábamos: Juan Luis Panero.

En algún lugar, Juan Luis había escrito: "De un cielo gris y de unas nubes grises caía una interminable llovizna gris sobre las casas y las calles grises mientras caminábamos hacia el cementerio". Y, más adelante: "Nadie se ha suicidado tanto como él. Lejos de su mundo y de su gente, del sol y del toro, a casi tres mil metros en el húmedo altiplano y bajo el volcán, aquella tumba era la certidumbre de la lejanía, el emblemático símbolo del más allá".

Ahora sabemos que eran otros tiempos. Juan Luis Panero aludía a una mitología de la época que él, por edad y costumbre, había conocido perfectamente. En ella flota, vista desde ahora, un como aire constante de desgarro y alcohol, cigarrillos en todas las fotografías, empresas tremebundas, la facilidad de la prosa y un fondo de bodega flamenca y respuestas feroces. Domingo Dominguín había sido uno de los personajes de aquella representación. Y el poeta recogía en un texto memorable el final de la fiesta, la desolación del escenario cuando la función ya había terminado.

La distancia olvida luego la banalidad, los tiempos muertos. De aquella época ya remota de la posguerra, uno tiende a configurar un paisaje en el que los escritores beben continuamente, y continuamente se reúnen en la bodega de la calle Válgame Dios - si se trata del grupo postista, y de sus adláteres -, en la tertulia del Hotel Suecia, cuando el catalán Carlos Barral acude a Madrid; en las tabernas del río Manzanares donde el novelista García Hortelano tiene su feudo; o apuran el fondo de la bodega de Heidelberg o Gambrinus, los dos restaurantes alemanes de la posguerra en la calle trasera del Congreso, que Juan Benet había recreado, en una memorable evocación de la figura del novelista Luis Martín Santos, en su Madrid hacia 1950. Cercano al Retiro, el grupo más cercano al Partido, recordaba el escritor José Esteban, tenía su lugar de encuentro en "el café Pelayo, que estaba en Menéndez Pelayo, esquina a Alcalá. Allí nos reuníamos con Domingo y Federico Sánchez, Gabriel Celaya y su mujer Amparito, Armando López Salinas, Jesús López Pacheco y Alfonso Sastre".

La figura del empresario taurino, comunista y miembro del clan Dominguín, Domingo, surge constantemente en esas páginas. Aparece en otras descripciones del escritor Juan Benet de la época, en las conversaciones y relatos que por medio de Josefina Aldecoa o de Carmen Martín Gaite, o de los contertulios, ya decrépitos, del café Gijón, pudimos oír en algún momento.




El artículo de Juan Luis Panero se publica en los 80. Eran otros tiempos, también. Eran fechas en los que aún se podía editar con fondos públicos una revista como Quites, con sobrecubiertas ilustradas por Ramón Gaya, separatas internas y grabados originales de Alfonso Albacete, Miquel Navarro o Manuel Sáez. O dibujos del propio Gaya o Richard Serra. Y reproducciones de antiguos carteles y de anuncios de específicos de la España anterior a la guerra. Y que incluía artículos de José Bergamín, Ignacio Sánchez Mejías, Carlos Marzal, Francisco Brines, Fernando Quiñones y demás.

El tiempo ha transcurrido mal para esta literatura taurina. Heredera del modelo de la prosa del 27, en un intento de retomar el hilo culto del toreo, su retórica envejece mal. Los juegos de palabras de José  Bergamín; el conceptualismo pretendidamente brillante en torno a una actividad tan feroz  y tan cargada de símbolos como el toreo se leen con harta fatiga ahora. Curiosamente resisten algunos textos de los eruditos taurinos, sin pretensiones literarias, y en donde figura todavía uno, excelente, que hablaba de la tradición de los banderilleros valencianos, y estaba firmado por el crítico José Luis Benlloch. Y en el que, entre otras cosas, se recogía la fascinante leyenda de Blanquet, uno de los mejores subalternos de la historia , el torero dueño de los augurios - y al cual habría de dedicar, entre otros, el escritor Jorge Cela Trulock una atractiva novela corta.

(Enrique Berenguer, Blanquet, el legendario banderillero, había figurado entre otras en las cuadrillas de Joselito el Gallo, de Manuel Granero y de Ignacio Sánchez Mejías. Cuenta la leyenda que estando en la plaza de toros de Talavera aquel aciago 16 de mayo de 1920 el peón, aterrado, percibió un persistente olor a cera, que se iba extendiendo por todo el callejón. Advirtió a su matador de aquello. Pero el torero, Gallito, salió a torear en la que sería su última tarde, frente al toro Bailaor de la viuda de Ortega.

La escena se repite dos años más tarde en la madrileña plaza de toros de la carretera de Aragón. Blanquet advierte a Granero, el joven espada valenciano, del intenso olor a cera cuando se dirigen por la calle de Alcalá en el coche de caballos. Se habían detenido a hacerse una fotografía. “Manuel, ésta es la última fotografía que te haces”, cuentan que le dijo, sombrío, al torero. Esa tarde el toro Pocapena acaba de una cornada con la vida del matador– en la que dijo el novelista Hemingway “Nunca había visto una muerte tan terrible”.

Cuando unos años más tarde el banderillero perciba de nuevo el aciago olor a cera y advierta a su matador de entonces, Ignacio Sánchez Mejías, de aquél, de nuevo no le harán caso. Aquella tarde no ocurrió nada en la plaza de La Maestranza y los compañeros se mofaron de la superstición del banderillero. Era él mismo quien moría, al día siguiente, en el tren camino de la plaza de Ciudad Real).

Es lo que tiene el género histórico: que es uno de los que mejor resiste el paso de la historia. De la prosa retórica del resto, de sus peripecias ensayísticas, apenas se sostiene nada .



Para el común de los mortales Juan Luis Panero había sido principalmente el hermano oscuro, el más discreto, de aquella saga de los ochenta que había iniciado Chávarri con su película El desencanto. Seguramente era el mejor poeta de ellos.

Estrenada en 1976 la película tuvo su cartel y su leyenda entonces. Tantos años después quién podría volver a verla... A quién le interesaría ese juego, existencialistas tardíos, de destripar los juguetes para ver lo que hay dentro. En aquel momento tuvo su público. Una familia de la burguesía leonesa, como los Panero, descendientes de uno de los más notables poetas de posguerra, Leopoldo, y relacionados con toda la intelligentsia de aquellos años, se dedicaban a demostrar que las muñecas por dentro estaban hechas de tela, serrín y alambres. Pasado el asombro del estreno, el poeta Claudio Rodríguez, dueño de un castellano nada ambiguo, les escribió: "Sois unos señoritos de Astorga y nada más". Lo mismo, más o menos, había opinado antes Gil de Biedma, al referirse a Leopoldo hijo como "un señorito sablista de Astorga".

En el estreno de la película la madre, Felicidad Blanc, había tenido el impagable detalle de invitar al poeta Luis Rosales, el compañero íntimo de su marido, a la misma con la encantadora frase de: "Ven, Luis, que te va a encantar la película". Ni él, ni ninguno de los antiguos amigos, volvió a dirigir la palabra a los Panero.

El nouveau realisme, el minucioso análisis de lo insignificante... Era el ambiente de banalización de la época. Causó furor en cierta literatura. Inundaba los filmes con mensaje y las conversaciones de café sobre cualquier tema - sobre la alienación, fundamentalmente. Alguien descubría, por ejemplo, que en la trágica relación de Abelardo y Eloísa había existido también un momento de hastío - un catarro, un dolor de estomago, barro en las botas - y se lanzaban, como el gran descubrimiento, a desmenuzar, en medio del relato memorable y fatal, la presencia del lodo en las ropas, como una interminable revelación de lo insignificante.

La intelligentsia acudía a ver películas como la bergmanesca y minuciosa Secretos de un matrimonio. O Blow up, la tediosa cinta de Antonioni - que más tarde descubrimos, no sin cierto asombro, que había sido extraída de un excelente relato de Julio Cortázar - que figuraban en la lista de películas de culto. O la saga interminable de filmes españoles en los que todo lo que sucedía era el vacío de la tarde aburrida de un individuo tedioso.

De la película El desencanto, sobre los niños y la madre Panero - bastante tediosa también- surgió una generación sonriente a la que le había sido revelado el hastío de una familia, y la impudicia de la gauche caviar de aquellos años. Y la consoladora confesión de que en todas partes cuecen habas.

La familia Panero pasó, de alguna manera, a formar parte del imaginario oscuro de la época. Y personajes como el maldito Leopoldo María - buen poeta a ratos - o el ocioso Michi parecieron en algún momento compartir algo de su intimidad con todos aquellos que la habían descubierto una tarde en el cine.

Eran tiempos en los que se podían repetir impunemente frases como "Un cuadro es ante todo una superficie recubierta de colores". O "La literatura se hace fundamentalmente con palabras". Y quedarse tan anchos... Claro que en algún momento El año pasado en Mariembad  fue celebrada como una película de culto, y se afirma que hubo quien había repetido con Hiroshima, mon amour. Dicen que hubo incluso alguien que leyó a Robbe Grillet. O a la Kristeva, que no se sabe que era más meritorio...

Apoteosis de la banalidad. Celebración de lo mínimo, descubrimiento insufrible de que en la superficie de las telas del Giorgione también hay polvo, y el barniz se ha oscurecido con el paso de los años... ("Nada ocurre, dos veces", había comentado el crítico Vivien Mercier el estreno del Esperando a Godot de Samuel Beckett, emblema del teatro del absurdo de la época).

Al cabo de bastantes años el director Ricardo Franco quiso filmar una segunda parte de El desencanto. Juan Luis Panero se negó a participar en ella. Se había desmarcado hacía tiempo de una mitología madrileña en donde sus dos hermanos figuraban - junto a personajes como Eduardo Haro Ibars o Carlos Castilla del Pino, de los que nadie recuerda un solo texto - como actores legendarios de un relato nocturno que incluía respuestas feroces, borracheras sin cuento, una perenne insolencia y lugares de culto como La Vía Lactea en Malasaña, el café El Universal al lado de Barquillo o las noches del Cock, donde siempre te encontrabas con alguno de ellos - y tenían la mesa de enfrente de la barra reservada, encima.

Más allá del Cock, de Juan Luis Panero nos llegó, de pronto, algún libro de poemas, alguno de ellos editado en la impagable Renacimiento, la editorial sevillana del bibliófilo Abelardo Linares.

De dónde surgía en la época, de repente, aquella poesía culta y azarosa... Cómo apareció, de pronto recogida en la célebre antología de Castellet, la de los "Nueve novísimos poetas españoles" de 1970, aquella literatura culta, elegíaca y memoriosa en medio de todo aquello, el escenario en blanco y negro que representaba la época...

Frente al relato oficial de la posguerra, alguien había decidido que el poeta más legible de toda la nómina del 27 había sido al fin el menos metafórico, el menos reconocible de ellos: Luis Cernuda. Al que en tiempos otros habían desdeñado con la etiqueta de "un poeta inglés traducido al español". Alguien había de pronto revelado estar en posesión una exquisita cultura literaria - más allá de los homenajes oficiales, en Madrid o en el París "de la resistencia" a los autores de la literatura del compromiso - y descubría que sus lecturas habían sido el T. S. Eliot del siglo XX, Ezra Pound, Cesare Pavese, Drieu de la Rochelle, Salvatore Quasimodo, Ungaretti o la tradición lírica del romanticismo que en su día ya había traducido Cernuda: a Keats, a Heine y a Shelley. Y sobre todo la lectura de un Constantino Kavafis, del que en su día José María Álvarez había publicado una excelente - e imaginativa - traducción.

El modelo del tiempo absorbente, - "las exigencias de nuestro tiempo" como figuraba la convocatoria del Premio Formentor de novela-  la relación con un tiempo y un lugar: la historia española, el fantasma de la guerra, la pesadumbre de la Europa de posguerra... habían sido rotos, de pronto. Y en su lugar surgía un relato - que alguien calificó como post-histórico - del instante: fragmentario, interrumpido, azaroso.

Y frente a la ruptura de los grandes nombres - el hombre, el pueblo, el progreso, la historia - surgía entonces un relato caprichoso, cuyo único interés era una narración literaria, ejemplar. De los demás, en forma de cita o alusiones a los personajes y lugares de la historia de la cultura. O autobiográfica, en forma de narración de la memoria personal y de sus momentos ejemplares.

Juan Luis Panero los había conocido a todos. Había coincidido con el Luis Cernuda del exilio en Londres - alguien habló de una vaga relación del sevillano con Felicidad Blanc, la madre del poeta, altamente improbable - y con T. S. Eliot - al que definió como "un educado espantapájaros".

" (...) - mi padre y aquel educado espantapájaros, sentados
en sus butacas de cuero, hablando en aquel extraño idioma -,
en el 102 de Eaton Square, Londres 1947".

Pero también había conocido a Borges y a Octavio Paz. Y a Salvatore Quasimodo. Y la casa de Velintonia, el santuario de peregrinación de aquellos años, donde Vicente Aleixandre recibía a los que hasta allí se asomaban. Y a Joan Vinyoli en Barcelona. Y a Pepe Bergamín frente al Palacio de Oriente. Y, decía, a Anton Pavlovich Chejov - a quien encuentra imaginariamente en un poema. Y a Calvert Casey, que acaba de morir. A Jorge Gaitán, en Bogotá. A Francisco Brines, con quien coincide en Sevilla. A la memoria de Alfonso Costafreda. A Carlos Barral, en Roma. A Bioy Casares en Buenos Aires... Y a su padre, Leopoldo Panero, en un homenaje póstumo en la segunda reedición de sus poemas.

La Historia, la tiranía del tiempo y sus grandes nombres, se habían roto. En su lugar quedaba este relato de fragmentos, de nombres significativos. Los demás no cuentan. El fervor por el tiempo inmenso, cotidiano, de la banalidad y su interminable exégesis - al modo de las tediosas memorias de un Sartre, santón de la época y de los centones interminables del tedio - se había quebrado. En su lugar, el instante, sin más referencias; las figuras -cultas- del significado.

Y un relato personal que se inscribe en esta teoría del fragmento, del momento en que surge el sentido frente al hastío, el aburrimiento.

En la poesía de Juan Luis Panero sólo existe un género: el de la elegía.

El relato en segunda persona es uno de sus procedimientos - lo había practicado, entre otros, de forma memorable, el Luis Cernuda de Ocnos. (O el de Peregrino, más tarde ).

Ahora puedes mirar, con la acuciante intensidad
con que se mira aquello que ha de perderse para siempre,
la casa, la cansada escalera que subió tu niñez (...)

enunciaba en Última visita a Manuel Silvela el poeta.

La enumeración es otro de los procedimientos clásicos, ejemplares, de lo elegíaco.

En su recuento, la melancolía del instante, los lugares, los nombres perdidos, sin más asideros en el tiempo que su cita, su reducción final a un nombre:

Una casa vacía, otra derrumbada,
un niño muerto al que le cuentan cuentos,
despedidos fantasmas que se desvanecen,
ceniza y hueso, piedras derrotadas.
Cuartos alquilados, repetidos espacios fugaces,
las huellas de los cuerpos en las sábanas,
una pesada resaca sin destino,
voces que nadie escucha, imágenes de sueños.
Innecesarias páginas, gaviotas en la ventana,
mar o desierto, blancos despojos,
signos y rostros en la pared de la memoria.
Sucias pupilas de sol en México, tercos
los ojos redondos de la calavera
contemplan pasado, presente y futuro,
sombras tenaces, metáforas gastadas.
Miro sin ver lo que ya he visto,
humo disforme  que se esfuma,
invisible mortaja bajo nubes fugaces.
Humo en la noche y la nada instantánea.

Era su Autobiografía, del libro Los viajes sin fin, editado en 1993.

J.L. Panero se había refugiado desde 1985 en Torroella de Montgrí, el pueblo gerundense de estos años postreros. Allí muere, en el último septiembre. Desde el distante refugio de este tiempo restarían los nombres, la enumeración de tantos rostros y tantos lugares. Era una forma de la enumeración, de la elegía.

Antes, a su regreso de la melancólica visita al cementerio de Cayambe, el poeta había escrito: “Busqué el único bar del pueblo y a punta de un dulzón aguardiente ecuatoriano dejé caer el telón sobre tantas visiones de la desolación y del fracaso. Al día siguiente, de regreso a Quito, empecé un poema que nunca pude acabar y en que hablaba de todo esto que ahora cuento”.






lunes, 21 de octubre de 2013

De los peligros de tener un kitsune entre la servidumbre




Al kitsune - zorro japonés que, como se sabe, se puede transmutar en persona, o introducirse dentro de ellas - se le podía reconocer a veces porque "como seres humanos aún tenían rasgos parecidos al zorro, también les cubre un pelaje fino, tienen una sombra en forma de zorro, o su propio reflejo revela su identidad".

A finales del siglo XVI el daymio Hideyoshi Toyotomi, que había unificado el país durante los años precedentes, escribe una breve carta al dios Inari, divinidad guerrera que a veces adopta la forma de una diosa, en la que le expone los problemas que en la corte está causando la presencia innegable de un kitsune.

La carta expone que:

" A Inairy Daymiojin.

Mi señor, tengo el honor de informarle que uno de los zorros que está bajo su jurisdicción ha hechizado a una de mis sirvientas, causándole a ella y a otros una serie de problemas. Haga el favor de tomar unos minutos en consultar el tema, y procure encontrar la razón de por qué su súbdito se porta mal y hágame conocerla.

Si el zorro no tiene un motivo adecuado para su conducta, quedará bajo arresto y se le castigará inmediatamente. Si usted vacila en tomar una decisión en este tema, ordenaré la destrucción de cada zorro en el país. Cualquier otro asunto sobre el que se desee informar o en referencia a lo que haya ocurrido puede consultarlo al sumo sacerdote de Yoshima".

Ignoramos la respuesta, que no hemos podido encontrar en la numerosa bibliografía relacionada con el asunto.



   - Cit. en     Lafcadio Hearn        Glimpses of Unfamiliar Japan,     2005.

viernes, 18 de octubre de 2013

De la gastronomía de los montes de Yoshino

 

                                                             (fot. Hiroshi Hamaya   Akita, 1955 )


"Lo mismo ocurre con los alimentos: encontrar en una gran ciudad manjares adecuados para el paladar de un viejo es una empresa agotadora. Recientemente un periodista me pedía que evocase algún plato curioso y delicado. Le indiqué la receta de los sushi, con hojas de kaki, que comen los habitantes de los valles perdidos de las montañas de Yoshino. Aprovecho la ocasión para revelarla aquí.

Se cuece el arroz con sake, a razón de un de sake por cada shò de arroz. Cuando el agua empieza a hervir se echa el sake en la olla. Cuando el arroz está en su punto se deja enfriar por completo, luego se hacen bolitas con las manos espolvoreadas de sal. Las manos no deben tener ningún rastro de humedad. Ahí está el secreto: sólo hay que presionar las bolitas con sal. Luego se corta salmón salado en lonchas finas, se extienden las lonchas sobre las bolitas, que se se envuelven una a una en las hojas de kaki, con la superficie hacia dentro. Previamente se habrán escurrido con un paño muy seco las hojas y el salmón para quitar cualquier rastro de humedad. Hecho esto, en una cubeta para sushi o en una caja de arroz que se habrá secado meticulosamente por dentro, se disponen las bolitas de forma que no haya entre ellas ningún intersticio, después se pone encima una tapa que cierre herméticamente sobre la que se colocará una pesada piedra, como para hacer confitura de verduras. Los sushi se preparan la noche anterior para poder comerlos al día siguiente por la mañana, y ése será el día en que sepan mejor, pero también se pueden consumir dos o tres días después. Cuando se vayan a comer se rocían con vinagre en el que se habrá macerado una guindilla".

             
               Junichiro Tanizaki          Elogio de la sombra



                                                                           (Daido Moriyama, Hokkaido, 1978)

lunes, 14 de octubre de 2013

De los oficios. IV


Me enteré la otra tarde de que E. había vendido por fin la ganadería.

Me dieron la noticia donde habitualmente se saben estas cosas: en el bar de la carretera. Me había encontrado allí con Daniel, el mayoral de E., y le invité al café que estaba tomando. Daniel, aunque aún joven, tiene algo de mayoral antiguo: nunca habla más de la cuenta y en cambio, si le escuchas, siempre tiene algo que contar. Sobre todo, si se trata de alguna hazaña clásica, de las que ya sólo quedan en los relatos de los vaqueros.

Lo solemos tropezar los domingos por la noche, en el bar de la gasolinera. Va o vuelve de la finca, allá por la sierra. Se toma con nosotros una cerveza y hablamos del año.

Esa tarde era temprano, y de diario.

- ¿Cómo tú por aquí a estas horas? ¿Vas o vienes?
- Pues más o menos...
- Tómate algo.
- Ya he pedido un café.
- ¿Qué tal lleváis la temporada? ¿No lidiabais siempre por esta fechas?
-  Lidiábamos... Ya no estoy con E. Me han dado la liquidación esta semana.
- ¿Y eso?
- Pues que E. ha vendido toda la ganadería... Me habían propuesto seguir a media jornada. Pero a mí no me cuadraba. De momento estoy en el paro.

Luego seguimos hablando de más cosas, y de otra finca donde le habían comentado de entrar de mayoral. Daniel no sabía si le interesaba o no. El dueño es un constructor de Ciudad Rodrigo. No sé si le gusta .

Así me enteré de la liquidación, después de tantos años, de la ganadería de E.. Luego un tratante, en la feria, me lo confirmó.

No sé por qué esta vez me impresionó de verdad. Llevamos mucho tiempo oyendo hablar de gente que se retira, y de hierros que se venden, si es que alguien quiere dar algo por ellos. Pero el final de E. me pareció, vaya usted a saber por qué, especialmente azaroso. Y melancólico.

Cuando nos fuimos del bar, más tarde, recordé unos versos de Maiakovski que de pronto me habían venido a la cabeza.

(...) Como quien dice
la historia ha terminado.
El barco del amor
se ha estrellado
contra la vida cotidiana.


Nadie sabe qué demonios hacen los versos de la carta póstuma de Maiakovski en relación con una finca de la comarca de la sierra de las Quilamas. Pero uno es dueño de relacionar lo que quiera. Y además esta vez me parecían extrañamente exactos.

Luego, más tarde y hablando con Javier, un amigo que está haciendo esfuerzos por mantener su propia ganadería - heredada de sus bisabuelos, como todo el mundo sabe - fuimos adivinando por qué la historia del final de E. nos había parecido tan ejemplar. Y tan certeramente melancólica.

El caso de E. aparecía, de pronto, como el ejemplo más extremo - y más nostálgico - del abismo entre la realidad y el deseo. Se había, finalmente, estrellado contra la vida cotidiana.


E. tiene la finca allá en la sierra, cercana al pueblo de Segoyuela, en la carretera de Linares. Es una dehesa ciertamente enrevesada, entre riscos de granito y oscuras laderas de piedra, y está poblada por un carrascal abrupto en donde raras veces penetra la luz del día. La cercanía de las estribaciones de las Quilamas es un lugar muy frío, muy escarpado y desde luego, nada productivo.

La finca original de la familia había sido mucho más grande, nos contaban.

Días después, almorzando con J., que gusta de relatarme historias de la zona, éste me la había descrito con precisión.

- Lo que ves ahora es apenas el último resto de la dehesa de sus abuelos. La original abarcaba todo el pueblo, y el monte que ves ahí encima, y los prados que están al otro lado, donde ahora pasta la ganadería de los Bardales. La casa primera estaba dentro del caserío, al lado de la iglesia. Ya no es de ellos.

 Se repartió en principio entre el abuelo y una hermana. Luego, ésta se deshizo de la mayor parte. Más tarde, se ha ido dividiendo en lotes... Lo que ves desde aquí es lo que heredó E., después de que los tíos vendieran varios cuartos a un constructor. Eso es un carrascal, muy bonito porque desde allí se ve toda la sierra, y las navas del otro lado, y las fincas de Terreros y Castrosancho. Pero no deja de ser un carrascal...

El padre de E. había mantenido la ganadería brava. Ésta gozaba todavía de una cierta aureola - los que recuerdan esas cosas - porque en algunos tratados de la época se la nombra como una divisa antigua, con un vago aire como de hierros anteriores al tranvía en las ciudades y al transporte de los toros por carretera. De hecho, en un raro manual de principios de siglo, se citan todavía los riesgosos viajes por las cañadas de la ganadería serrana, sin embarcadero ni plaza de tientas, hasta alcanzar la estación de tren más cercana, que debía de ser la de Boadilla, allá por Campocerrado. Era un buen viaje.

Alrededor de la finca de E. las dehesas vecinas cuentan todavía con algunos embarcaderos, alares, plazas de piedra. Muchos están ya derrumbados. Algunas plazas se mantienen, oscuras, levantadas con la piedra negra de la sierra con la que se cerraban los prados. J. me había contado que muchas veces los vecinos llevaban el ganado de madrugada a la finca de sus padres, que aún conserva los chiqueros y el tentadero de pizarra. Habría que ver el trabajo de encerrar en esos alares en cuesta, poblados de zarzas y espinos, torcidas carrascas que se clavan en los suelos del caballo, te hacen perderte en un laberinto de ramas y troncos y peñas con aristas, sobre los precarios perdederos.

Contaban los viejos, con sorna, que cuando una res se perdía en la sierra ya no se la volvía a ver hasta la primavera siguiente. Sería verdad, a despecho de la guasa con que lo dicen.

En todas las fotografías de la antigua finca de los abuelos de E. figuran, al fondo, paredes de piedra. Los hombres van sin afeitar, con barba de la sierra. Fuman, con esa imagen rancia y obstinada de la colilla en los labios, siempre a medio acabar. Las vacas, cornalonas, tienen como un remoto flequillo en la testuz. Los caballos, cuando aparecen, muestran una sucia pelambrera, como de escarcha continua y trabajo entre las peñas.

Era un encaste de toros muy antiguo, ya desaparecido. Cuando E. decide proseguir con la ganadería, al poco tiempo, se deshace de las arcaicas vacas y trae desde Portugal una seleccionada punta de ganado, de un hierro que por entonces estaba embistiendo y figuraba en todas las ferias.

Los novillos, colorados, un punto veletos, alguno albardado, pastaban en una ladera cercana a la carretera, pasado el pueblo. Se veían cuidados y con el pelaje de invierno, desde la curva que separa en dos los distintos cuartos de la finca - "Todo esto, y hasta la nava de las Veguillas, era de los abuelos", me comenta J. cuando pasamos de nuevo por ahí. E. consiguió lidiar en algún pueblo importante, en alguna novillada de plaza de provincias. Incluso, en una ocasión, los foscos novillos de la sierra llegaron a viajar a Francia, a alguna plaza cuyo nombre nunca recuerdo.

Curiosa actividad inútil, puramente ritual... Criados para la celebración de un rito, como la corrida de toros, las ganaderías bravas se mueven en ese territorio de lo ceremonial, lo antiguo. Allí nada es cuantificable: ni el dinero ni las rentas. Qué se va a cuantificar en la cría de un ganado cuyo único valor es algo tan abstracto como la bravura...

E. era algo ceremonial, también. Bien trajeado, con un vago aire de noble inglés con deudas, cuando salía del campo se cuidaba mucho en todas las ocasiones de no saltarse las normas: ni en las presentaciones, ni en la manera con que se dirigía al resto de comensales. Había vivido otros tiempos, parecía. O si no los había vivido intentaba por lo menos mantener las leyes de una época de la que siempre había oído hablar.

La misma ceremonia la mantenía cuando coincidíamos en alguna finca de la comarca a caballo, para correr algún becerro o apartar las reses de algún conocido. Cuando le tocaba correr a él tardaba siempre un buen rato, montaba el palo con notable parsimonia, y despacio y algo retórico también se dirigía poco a poco al corredero. A los amigos al rato les parecía un aburrimiento. A mí en cambio me gustaba la forma de mantener el ceremonial, a despecho del aire que hiciera, la lluvia o la prisa de los que le rodeaban.

Tenía entonces dos buenos caballos, que supiéramos. Sobre todo uno, ruano, de poca alzada pero muy fuerte con el que acosaba por entonces. Se murió de un cólico, contaron. Al otro, un castaño muy cruzado, lo mató un novillo en un cercado de la finca, nos dijo Daniel, el mayoral, una tarde. No sé si sacaría luego adelante algún potro, porque no lo volvimos a ver correr en ninguna casa.

Venía más tarde a ver los concursos en la provincia. A mí me gustaba verlos con él, porque E. sabía de qué hablaba. Y además contaba con una notable colección de recuerdos, de garrochistas antiguos y de historias de la trashumancia, que relataba con gracia. Y con cierta lentitud, que no le abandonaba nunca.

La práctica de la ganadería brava siempre tiene algo de ritual y se rodea de intangibles. El resto, nada sabe de la intangibilidad. Ni la fábrica de piensos, ni las distribuidoras del gas-oil, ni la financiera del banco. El sueño termina en su abrupta materialidad.

En el bar de la gasolinera, el domingo a la noche, le pedimos a Emilio, el camarero, que nos ponga unos vídeos de música cuando ya no queda nadie. Los tiene todos, todos los grupos, todas las canciones.

- Qué queréis hoy - nos pregunta Emilio.

- The dream is over. Es una antigua canción de Lennon - le contesto.- La tienes, seguro.



martes, 27 de agosto de 2013

Historia de Arlequín.

 

 


De entre las interpretaciones del tema de "la cacería salvaje " figura el poema The Hosting of the Sidhe que W.B. Yeats dedicó a la conocida leyenda, en su The Celtic Twilight en 1893. (Y más tarde, con algunas modificaciones, en la segunda edición de 1902).


The Hosting of the Sidhe

The host is riding from Knocknarea
And over the grave of Clooth- na - Bare;
Caolite tossing his burning hair,
And Niamh calling Away, come away.

Empty your heart of its mortal dream,
the winds awaken, the leaves whirl down,
our cheeks are pale, our hair is unbound,
our breasts are heaving, our eyes are agleam,

our arms are waving, our lips are apart;
And if any gaze of our rushing band,
we come between him and the deed of his hand,
we come between him and the hope of his heart.

The host is rushing, twixt night and day,
And where is there hope or deed as fair?
Caolite tossing his burning hair,
And Niamh calling Away, come away.


( Una traducción aproximada sería:

Cabalga la hueste desde Knocknarea
y sobre la tumba de Clooth- na - Bare;
Caolte agita su cabello ardiente
y Niamh clama " Sal, ven aquí ".

Vacía tu corazón de su sueño mortal,
los vientos despiertos, las hojas giran,
nuestras mejillas son pálidas, el cabello sin guía,
nuestros pechos se revuelven, los ojos destellan,

nuestros brazos se agitan , se apartan los labios;
y si alguno mira nuestra presurosa banda,
nos interponemos entre él y la acción de su mano,
nos interponemos entre él y la esperanza de su corazón.

La hueste llega entre el día y la noche,
¿ y dónde hay esperanza o acción tan hermosa?
Caolte agita su cabello ardiente
y Niamh clama:  Sal, ven aquí. )



Notas

Sidhe  (aos sí)  El término irlandés para una raza sobrenatural de la mitología irlandesa y escocesa, comparable a los elfos y las hadas.

Se dice que viven debajo de la tierra en distantes montículos, más allá del mar occidental. O en un mundo invisible que coexiste con el mundo de los humanos.

Cloth na Bare  transcripción de Yeats de la figura regia de Cailleach Bheirre, relacionado con la península de Beare en el suroeste irlandés.

En nota de W.B. Yeats éste comenta "tal vez la mismísima Madre de los Dioses".

Caolite ( o Caolte)   Héroe del ciclo feniano, de pies ligeros, primo de Ossian; se dice que acompañó a San Patricio por toda Irlanda.

Niam (o Niamh)  Hija de Manannan, diosa y hada que otorgó el don de la juventud a Ossian durante trescientos años.

Knocknarea  (Cnoc na Ri ) La montaña de piedra que domina la península de Cuill Irra, rodeada de tumbas neolíticas.




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En enero del 1091 una cabalgata infernal fue vista en los campos de Alemania. La hueste espectral, sumida en su diabólica cacería, sin final y sin  descanso, fue bautizada como la " la tropa del Arlequín" .

La noticia aparece recogida en Oderico Vital (1075-1142),  que la incluye en su Historia ecclesiastica . En ella en concreto se citaba  "an english monk cloistered at St. Evroul in Ouche in Normandy, reported a similar cavalcade in January 1091, which he said were Herlechin´s troop".

La hueste infernal - de la que se advertía en la Crónica de Peterborough hacia 1132  que "entonces los cazadores eran negros y aterradores, y sus perros eran todos negros y de mirada terrorífica y amplia, e iban en caballos negros y en ciervos negros"- poseía una amplia tradición en la mitología de la Europa medieval. Mitología que generalmente se relacionaba con una tradición céltica.

( La cita en la Peterborough Chronicle proseguía:

" This was seen in the very deer park of the town of Peterborough, and in all the woods that strech from that same town to Stamford, and in the night the monks heard them sounding and winding their horns". )

 Rara vez sin embargo había sido advertida con tanta precisión como en la citada "Historia..." de Oderico, el cual, recordemos, había señalado la fecha en concreto en que aquella había sido vista por el monje de St. Evroul- en- Couche en Normandía.

Una nota posterior advertía de la nefasta elección de un nuevo abad en el convento, dato que de alguna manera se relacionaba con la llegada de la cabalgata infernal.

En Suecia "la cacería de Odin" había sido escuchada en algunas ocasiones, pero rara vez había sido vista. Entre los truenos en noches de tormenta el ladrido de dos perros - en tono muy alto y muy bajo - era el único sonido identificable.

Según otra versión germánica el bosque se silenciaba " y sólo los ladridos, los truenos y algunos gemidos eran identificables".

En Inglaterra la cacería salvaje recibe el nombre de Wild Hunt, Herlathing o Racing Host. En Irlanda se relaciona con personajes como Fionn mac Cumhaill; las Fianna, Manannan Mac Lir. Con el rey Herla y el dwerf Oberon. En otros lugares era conocida como Mesnie d´Hallequin.

El mismo tema de la Woden´s Hunt conocería diversas figuras a través de la tradición medieval. Como la figura histórica de St. Guthlac en Bretaña, la del obispo de Munster en los Países Bajos. O las legendarias de Wuodan en Alemania o el céltico Araum. O el Comte Arnau de Cataluña o el Abate Txakurra en el País Vasco. O la chasse-galerie (la barca encantada) de los relatos anónimos de Quebec...

De las varias tradiciones una de las más conocidas es la que hace referencia al rey britano Herla.

En la versión de Walter Map - en De Nugis Curialim , s. XII - Herla, un rey de los britanos, se encuentra con un innominado rey dwarf, con una larga barba y acompañado de un oscuro séquito caprino. Establecen un pacto: si el segundo asiste a la boda del rey éste acompañará al regio enano a la suya.

En la boda del rey Herla, el remoto soberano y su séquito atienden con  tal generosidad a los invitados que aquél se siente disminuido en su propia ceremonia.

Un año más tarde el monarca de la otra parte envía por Herla, quien selecciona a una amplia hueste para que le acompañe y numerosos regalos para responder a la invitación. "La partida encuentra una entrada sobre una elevada colina, atraviesa la oscuridad y se encuentra en un reino que parece iluminado por lámparas.

Después de que la ceremonia de boda, que duró tres días en el reino dwarf, termine el rey Herla se prepara para partir. El dwarf le obsequia con animales de caza y otros regalos. En particular le ofrece un pequeño lebrel, avisándole de que ningún hombre deberá desmontar hasta que lo haga el perro".

Según una primera versión estos deberán esperar cerca de treinta años hasta que el perro descienda del caballo. Dos escuderos que se habían adelantado fueron convertidos en polvo inmediatamente. En otro lugar Walter Map añade que la hueste deberá esperar indefinidamente y vagar sin descanso , como eternos errantes.

Según cuenta otra versión, al regresar la comitiva encuentra el país extrañamente transformado y preguntan a un viejo pastor por el lugar y por la reina.

- Apenas puedo entender lo que hablas - responde éste - porque yo soy un sajón y tú un britano .

Después el pastor les relata una leyenda que había oído sobre un mítico rey de los britanos, el propio Herla. Los sajones gobernaban la isla hacía ya más de dos siglos, los britanos habían sido sometidos y a su regreso el rey y su hueste nunca conseguirán hacerse entender, ni hallarán el camino de vuelta.

Map anota, más adelante, que "la hueste del rey Herla se introdujo en el rio Wye durante el primer año del reinado de Enrique II ( en 1133) y desde entonces nunca más ha sido vista".

El rey Herla, su hueste errante, se consideran según otras tradiciones como el origen de la figura de Arlequin - el Hellequin de los germanos.





miércoles, 7 de agosto de 2013

Criticar al artista. II





La ciudad, en su extremo, aún permitía la posibilidad de los solares, los descampados entre avenidas, chalets cerrados y jardines secos en colonias anteriores a la guerra. Y el barrio de las afueras de Chamartín - la Ciudad Jardín - allá por el final de la calle Alfonso XIII, era un escenario inagotable y lleno de sorpresas, anónimo y como olvidado.

Ahora han desaparecido todos esos lugares - la M-30 arrasó los chalets que aún quedaban en pie, en los límites - pero en aquellos años del Instituto Santamarca, más allá de la prolongación de la calle General Mola y cercano a los talleres de la E.M.T., el barrio todavía se hallaba en construcción, y estaba rodeado por las antiguas colonias de funcionarios de la República. Sus calles extremas y los solares al margen permanecían, casi en ruinas, repletos de descubrimientos: de hoteles abandonados, calles sin salida y merenderos perdidos, en lo que antaño habían sido los agitados márgenes de las colonias de la Guindalera o la Prosperidad.

Baroja, en novelas como "Las noches del Buen Retiro", a quien ya leíamos entonces - con la devastación de las colonias de hotelitos llegó también la devastación de las novelas de Baroja en los institutos nacionales - y sobre todo la novelística de posguerra habían dado cuenta de aquel paisaje de las afueras, entre la ciudad y algo que sólo vagamente podría definirse como el campo.

En aquellos años estaba bastante definida la separación nítida entre lo que se suponía era el mundo del arte - con sus galerías, los artistas con perilla y las técnicas tradicionales de pintura, escultura o arquitectura vagas - y lo demás. Habíamos asistido a la contemplación de un mundo - el de las vanguardias y el circuito del arte - que se suponía definido, formalizado y en cierta manera autosuficiente. Y con el prestigio de lo distante.

 Más tarde, todo aquello saltaría por los aires. Pero entonces no. Aún era demasiado pronto.

Así es que cuando con N. cogíamos la cámara de fotos y nos dedicábamos a profanar las calles  inéditas que aún perduraban en los confines de Arturo Soria, de ninguna manera suponíamos que aquello fuera arte, ni tuviera nada que ver con el mundo que en otro lugar los lienzos de arpillera de Millares o las orientales evocaciones de Fernando Zóbel definían, en el circuito de muros blancos de las galerías de arte. (Ni en el más blanqueado aún Museo de Arte de Cuenca, adonde ya comenzábamos a perdernos con cámara y objetivos y filtros al cuello los fríos fines de semana de invierno).

 N., que vivía en lo que entonces era la prolongación de la avenida del General Mola, por encima del colegio de agustinos del Paseo de la Habana, me descubrió una mañana un paraje insólito, que ya estaba agonizando, en la trasera del bulevar de Arturo Soria: el barrio de Canillas, cercano a la piscina Stella en la avenida y a unos chalets que con los años frecuentaríamos, porque era donde vivía José Luis B. y allí iban a celebrarse diversos acontecimientos.

Canillas era un grupo de calles sin asfaltar, ocultas tras los hoteles de la Ciudad Lineal, con casas encaladas de una sola planta, puertas a la calle y un como vago recuerdo de patio de caballerías y gallinero oscuro en su apariencia urbana.

Algunos seres, como venidos de otra región, vagaban en silencio y ociosos por las calles, la polvorienta explanada que hacía las veces de plaza del barrio. Unas camionetas destartaladas aguardaban en un descampado anejo, esperando un transporte que raramente tenía lugar, al menos en nuestra presencia. En el solar reseco, en los patios de tierra, tomábamos fotos. Luego, entrábamos, un tanto inquietos, en la taberna que se abría en una de las casas, oscura y fresca, bajo un emparrado repleto de moscas. Ninguno de los parroquianos, absortos, nos hizo nunca el menor caso, y el dueño - un manchego de cuello bovino y rostro avinagrado - apenas nos dirigía la palabra.

Comenzamos a ir al barrio con cierta asiduidad, siempre en verano. También a las calles aledañas de la Ciudad Lineal. Llenamos carretes y carretes de imágenes que luego revelábamos en el precario laboratorio de casa de N. No sé qué habrá sido de aquellos negativos, ni de las copias. Nunca los he vuelto a ver. Quizá N. conserve alguno. Vive en el Pirineo leridano. La casa tiene, según cuenta, un enorme almacén con vigas de madera y una panera de piedra.

El barrio de Canillas; los hoteles de la calle Pradillo; las hoces del río en la ciudad de Cuenca; unas estatuas faunísticas y nereídicas en un almacén del Parque del Oeste, un tiovivo oxidado en la trasera de Chamartín... Ahora pienso en las imágenes de los márgenes, en la anotación final de un escenario que, quizá inconscientemente, sabíamos ya condenado a la desaparición, su imagen póstuma.

Fotografías que guardábamos y que a veces descubríamos a los amigos. Uno de ellos, Enrique, que ya por aquel entonces poseía ínfulas de crítico independiente - podía serlo, con la monumental biblioteca y el dinero de su efusiva madre - separó alguna vez varias de las copias, con la intención confesada de editar una plaquette sobre los barrios, con un profuso texto en donde se mezclaban Walter Benjamin con la arquitectura de Carlos Arniches y una vaga evocación de las utopías republicanas. El proyecto no sé si llegaría alguna vez a ver la luz. Yo nunca tuve noticia. Y de las fotografías jamás volví a saber nada. Pero, en el fondo, nada de aquello era arte, ni tenía que ver con ello. El mundo del ensayo retórico y la performance, que comenzábamos a frecuentar también, correspondían a otro repertorio, cuya actuación tenía lugar en un escenario aparte.


Tiempo después, encontré un relato, escrito en algún momento que, curiosamente, se refería por un lado a aquel barrio. Y por otro a unos primeros acontecimientos en el distante mundo del arte. El lugar y el objeto se cruzaban.

El relato decía así, más o menos:

"En el nuevo dibujo, como en toda ordenación moderna, han quedado los restos en tierra de nadie. Un hotel decrépito y aún habitado en la trasera de la cuesta del Sagrado Corazón. Un a modo de antiguo gallinero sobre la vía de servicio en la autopista. Unos solares plagados de cardos donde la antigua avenida termina. Una pista de tenis, oscura y ruinosa, frente al colector de la carretera.

Allí, en una mañana de verano, José Luis y Armando celebran uno de los rituales a los que últimamente se están dedicando.

Armando es un poco mayor que nosotros - apenas, pero cuatro o cinco años son muchos entonces. Ha leído libros que nos va descubriendo. En la facultad nunca los citan. Los profesores sólo nombran manuales clásicos, Aby Warburg a veces y curiosamente el Arnold Hauser de la Historia social del Arte, que a nadie, nunca, se le ocurrió volver a hojear una vez terminados los exámenes. Todo tiene un cierto aire de revelación. Por Armando comenzamos a leer a Henry Miller. También a Lawrence Durrell. A Allen Ginsberg, a William Burroughs y a Dylan Thomas.

Esos son libros de disfrutar. En esos años todo se toma extrañamente en serio. Detrás de cada uno de ellos hay como un cierto descubrimiento. Y la sensación de una iluminación, profana y un tanto obscena, que hasta entonces nos había sido esquiva. Pero Armando, algún otro amigo que ya se dedica a la poesía objetual, nos revelan otros libros que ya no son, cómo decirlo, tanto de disfrutar como de tomar decisiones inmediatas.

El primero nos ha hablado de la obra de Marcel Duchamp y gracias a él leemos las conocidas conversaciones con Pierre Cabanne. También el clásico de Octavio Paz sobre la novia desnuda y sus solteros maquiavélicos. Pero además nos ha hablado de la obra de Joseph Kosuth o John Cage, y esto es ya más complicado.

Lo peor viene cuando me presta un librito de Yoko Ono, en edición sudamericana, titulado "Pomelo" y en él descubrimos una suerte de orgía artística de acciones incansables, incomprensibles excepto para el que las perpetra, y una especie de iluminación de la actividad poética - conceptual por otro nombre.

Ellos pasan a la acción, inmediatamente.

En un solar fronterizo con Alfonso XIII erigen, una mañana, unas pirámides aladas de tela sobre varios listones de madera, que han transportado en el coche de los padres de José Luis. Las ligeras pirámides quedan de pronto, en la calurosa jornada, levantadas sobre los cardos y los tubos de metal abandonados. No cruza nadie por la calle y los pocos coches que se dirigen a la M-30 no se atreven a detenerse ante la celebración entre osiríaca y duchampiana que está teniendo lugar en el descampado. Es una construcción magnífica, hay que reconocerlo, entre lo perenne de las pirámides, monumento funerario y permanente por un lado, y lo frágil de su elevación instantánea, precaria y anónima, en aquel solar distante.

Cuando las pirámides quedan terminadas no hablamos mucho. Nos marchamos al poco y en el coche de José Luis vamos a una terraza cercana, sobre el bulevar de Arturo Soria, donde tomamos unas cervezas.

De toda la celebración luego, pasado el tiempo, me quedó la pregunta de qué sería de aquellas pirámides, tan frágiles, qué ocurrió con sus breves listones. Ignoro si alguien volvió alguna vez por allí, si alguno recogió los restos. Nunca volvimos a hablar de ello".





jueves, 27 de junio de 2013

De la moderna crítica

 
TANG HOU

En la pintura, las gentes de hoy sólo buscan el parecido; siguen la vía contraria a la de los maestros de la antigüedad. En la pintura de personajes, Li Boshi puede ser considerado como el mejor, después de Wu Daozi; pero peca de un excesivo afán de parecido. Lo maravilloso del arte pictórico reside en la calidad del soplo y del espíritu que contiene el pincel. La exigencia de parecido viene después. El poeta Su Dongpo dijo: "Aquél que sólo busca el parecido en la pintura, en nada difiere de un niño; así como aquél para quien los versos de un poema deben ceñirse al mero tema explícito (...)".

No se ha de mirar un cuadro bajo una lámpara o tras haber bebido vino. Asimismo hay que abstenerse de desenrollar una pintura en compañía de vulgares. Desenrollarla de modo desordenado conlleva el peligro de estropearla materialmente; las opiniones ignorantes y estúpidas (con pretensión de erudición) constituyen una ofensa no menos grave para la pintura .

        - Tang Hou. Crítico y gran especialista de principios del siglo XIV. Dinastía Yuan.




MI YOUREN

Las gentes me admiran por mi talento de pintor; pocos conocen la visión interior que preside en mi pintura, y que me diferencia de un gran número de pintores de ayer y de hoy. Por ello, a menos de poseer, en la frente, el tercer ojo de la sapiencia, no se puede penetrar el secreto de mi arte.

  - Mi Youren. Pintor célebre, hijo del gran artista y conocedor del arte de la dinastía Song, Mi Fu. A diferencia de su padre, Mi Youren ( 1086-1165) no dejó obra escrita con la salvedad de las inscripciones hechas en sus cuadros y reunidas en una pequeña recopilación. Dinastía Song.


WANG YOU

La pura vacuidad es el estado supremo de la pintura. Sólo el pintor que la capta en su corazón puede desembarazarse de las limitaciones impuestas por las reglas ordinarias. Como ocurre con la experiencia de la iluminación del zen, bajo el efecto de un palo, el artista irrumpe en el Vacío estallado.

- Wang You vivió hacia finales del siglo XVII y principios del XVIII. En su  " Tratado de pintura del Pabellón del Este ", a diferencia de su maestro, insistía en un tratamiento personal de la creación. Dinastía Qing.



GUO XI

Hay paisajes que atravesamos o que contemplamos; otros también en los que quisiéramos permanecer o vivir.
Todos esos paisajes logran el grado de excelencia. No obstante, aquellos en los que quisiéramos vivir son superiores a los demás.

      - Guo Xi. (1020-1090 aprox.) Paisajista, originario de la provincia de Heinan. Representante de la pintura Song septentrional, figura como pintor-letrado. Ejerció como profesor de la Academia Imperial de Pintura. 






lunes, 17 de junio de 2013

Sobre árboles chinos. III

                                                                                                                                    para Iraida Cano




El reino de Fu-Shang

"Fu-shang  está situado en la costa este del Mar Oriental (Dong-Hai). Su costa no es accidentada. Después de desembarcar e internándose diez mil li se encuentra otro mar verde tan extenso como el mar Oriental. El agua no es salada ni amarga, sino verde, dulce y sabrosa. Fu-shang se encuentra situada en este mar verde y tiene una superficie de diez mil li cuadrados. Allí se encuentra el gran templo de Dai-di. Éste es el territorio gobernado por Tai  zhen dong wang fu. Abundan allí los árboles, cuyas hojas son semejantes a las de las moreras. Existe también una  especie de bayas, cuyos troncos se elevan varios miles de zhang y su circunferencia es de más de dos mil wei. Dos troncos nacen de la misma raíz y se recuestan el uno sobre el otro; por eso el lugar es llamado Fu- shang: moreras que se sostienen mutuamente. Los sacerdotes, cuyo cuerpo es de color dorado y pueden volar y pararse en el aire, comen las bayas. Aunque los árboles son enormes, las hojas y las bayas son semejantes a las moras de China, sólo que son pocas y su color es bermellón. Los árboles dan fruto sólo cada nueve mil años. Su gusto es delicioso. El suelo produce cobre y jade negro, cuya forma es semejante a la terracota y piedra de China. Existen infinidad de formas cambiantes en los inmortales, porque éstos no tienen una forma  definida. Algunos inmortales pueden dividirse a sí mismos en cien cuerpos y elevarse diez zhang ...".



          -  Del   Shi-Zhou-Ji    o  "Relato  de las diez islas" .     S. II a.C.   (atribuido a  Dong-fang  Shuo)


Recogido entre los papeles inéditos " Historia del reino de Fu-Shang" de Takeshi Maeda. Editado por Aurelio Espinosa,  Ediciones del Barco, Ávila, 1977.

martes, 30 de abril de 2013

De los oficios III

 
( fot. Antonio Novillo)

Dicen que Andrés ha vuelto a herrar caballos. Muy mal tienen que andar las cosas para que haya vuelto a coger pujavante y escofina.

La verdad es que su trayectoria como herrador, hace unos años, había durado un suspiro. Andrés era el hijo simpático y como destartalado de una familia comme il faut. El padre era notario o algo así. Al vástago lo único que le gustaba era andar a caballo y por los bares. A veces juntaba las dos aficiones y entraba con el potro en la taberna. No sé qué habría pensado la familia para él, pero era evidente que tenía otros planes.

Más bien no tenía ninguno. El tiempo como proyecto no existió nunca, y mañana era una quimera. No he conocido a nadie con más facilidad para prolongar la charla cuando te lo encontrabas, y una velada con tan afable contertulio podía culminar de madrugada en el lugar que menos lo esperaras - un garito en la sierra, o una curda monumental en la bodega de una finca perdida hacia el río, como sucedió en alguna ocasión.

Su paso por el mundo del herraje fue sonado - si bien algo breve.

Una mañana llegó a la finca de unos conocidos, recién terminado el curso de herrador y adquirido el cajón de las sólidas herramientas del oficio. Desde lejos vimos cómo se preparaba la operación al modo usual, se sacaban los caballos a la calle, se cepillaban y se dejaban sujetos con el ramal frente a la cuadra.

Cuando regresamos por la tarde, los caballos seguían allí.

- Debe de ser un herrador concienzudo - comentó alguien.

Pero la conciencia debía de ser minuciosa hasta el paroxismo, porque a la mañana siguiente, y aún a la otra, los animales continuaban en la misma postura, inmóviles y hartos frente al muro del guadarnés.

Luego, alguien nos contó la historia. En lo que preparaban los animales, y las tenazas de escascar, y los clavos, y la cuchilla, y aún un horno pequeño y funcional - que no en vano Andrés había estudiado el curso en Francia y traía las últimas novedades - herrador, ayudante, dueño de la yeguada y mozos de cuadra habían marchado un momento al pueblo, a tomar un refresco porque era verano, y tres días más tarde aún no habían reaparecido. Afortunadamente a la noche siguiente los potros fueron desatados y soltados en un prado inmediato. Pero nadie supo si habían llegado a herrarse.

El oficio de herrador es muy duro, y, a pesar de todas las últimas novedades, a la larga destroza la espalda del artista - y en el caso de Andrés, debió de afectar al hígado también.

El caso es que al poco tiempo vimos que había desaparecido de la nómina - breve pero ilustre - de herradores de la provincia, y había regresado a su antiguo oficio de domador de potros imposibles, publicista de varios sementales árabes, encerrador profesional de las fiestas de la comarca, preparador de caballos para el raid - que también - y aficionado a los concursos de salto locales. Y cofrade de todas las discotecas de la región, en un radio que en ocasiones llegaba a sobrepasar Despeñaperros y aún Los Puertos, como se demostró más adelante.

Allí se perdió, dicen algunos, y un conocido comentó que le había visto paseando en barco por la Bahía, aún calzado con los botos de montar. Durante una larga temporada fue el único recuerdo - hasta que, años después encontró el camino de vuelta - de su antiguo paso por el escenario hípico de la alta Extremadura .

Los antiguos herreros eran algo más persistentes. Figuras esenciales en el campo charro ignoro si su oficio conservaba, secretamente, algo del legendario prestigio de los herreros mitológicos, dueños del fuego y de la forja. Por aquí nadie había leído a Mircea Eliade. Pero en la tradición oral - o en esa sabiduría rural que raramente se pronuncia - el herrero seguía siendo el dueño de la fragua mágica, el recinto oscuro y poblado de herramientas ancestrales, en cuya oscuridad, al fondo, brillaba el fuego.

También tenían bastante más trabajo que ahora, la verdad. Porque, aparte de herrar las caballerías, abundantes entonces, su labor era impagable a la hora de aguzar las rejas - que por definición, siempre estaban embotadas - forjar puertas, zachos, aldabas, estribos, cerrojos, bocados y espuelas, anteriores a la producción en cadena. Y encima pertenecían a una época en la que hasta los bueyes se herraban, con unas herraduras curvas en forma de pestaña, llamadas callos, y había que tenerlos perfectamente en orden si se quería avanzar en la siembra.

Yo nunca vi herrar a un buey de labranza - casi no los he visto ya, ni herrados ni descalzos - pero cuentan que a alguno había que suspenderlo en vilo en el potro de piedra, para que se dejara calzar
por las buenas o las malas.

Sabia época. Los herreros entonces, que no habían hecho cursos en Bretaña, te obligaban a sujetar las manos y los pies de los caballos mientras los calzaban. Con las manos, podía pasar. Pero con los pies aquellos hipogrifos feroces, que venían de la autarquía, acostumbraban de cuando en cuando a soltar unas patadas imprevistas que arrastraban consigo herradura, clavos, yunque y martillo. Y al infeliz que se agarraba al casco y volaba junto a las demás herramientas.

Con los años la nueva generación de herradores, que había seguido cursos en el Haras National de Saint-Lo (o en su defecto, un curso por correspondencia de la Cámara Agraria), no sólo herraban ya ellos solos, con una técnica envidiable, sino que te permitían descansar y fumar charlando con los vecinos, - que nunca ha faltado público para esta ceremonia - mientras ellos se dejaban la espalda con  su envidiable ciencia. Con los cursos franceses habían llegado al campo tecnologías inéditas como el herraje a fuego, las herraduras ortopédicas, las plantillas de silicona y hasta las radiografías previas a la operación, para corregir posibles defectos de los aplomos. Unas furgonetas flamantes anunciaban en todas las fincas la llegada del joven herrador titulado, a quien se había avisado previamente mediante el correo electrónico y un complejo calendario de prioridades.

Si lo llega a ver Argimiro... Éste, menudo y recio y siempre tocado con una boina, fue el herrador de toda la comarca durante más de cuarenta años. Vivía en una alquería, agrupada en torno a una rivera y una fuente que daba un agua insuperable, - la llamaban "la fuente cana" nunca supe por qué, ya que era un manantial como los demás, con brocal, un cacillo de latón en la repisa y renacuajos en la hierba - y a la que sólo se llegaba por caminos de herradura. Nunca mejor dicho.

Argimiro habitaba en una casa aledaña a la fragua y a un corral de piedra que hacía las veces de almacén, tenada y cochiquera, y en donde se guardaba una colección de instrumentos medievales dignos del mejor gabinete de la Santa Inquisición. En el patio anejo a la fragua se ataban los caballos y allí permanecíamos herrando toda la tarde, que cuando acudíamos nunca era con menos de ocho o nueve animales. Era verano siempre, o al menos yo así lo recuerdo, y al calor de la solanera del patio se añadía el que surgía de la puerta del horno abierta y de la que de vez en cuando salían los golpes rítmicos con que el señor Argimiro corregía las suelas en el yunque. A este fulgor del Averno había que añadir el sudor propio de la pelea con aquellas bestias mitológicas, ninguna de las cuales había seguido jamás curso de doma en Haras National alguno, y se defendían de los clavos con las armas que la vida les había aportado. Que no eran pocas en el caso de algún elemento, desahuciado de varios tratantes y ferias de ganado, y a quienes mis tíos habían recogido a lo último con un fervor encomiástico. Como ellos no tenían que agarrarles las patas...

Dado que nos turnábamos, entre bestia y bestia, daba tiempo a bajar a la fuente cercana, con un botijo secular que le daba un sabor especial al agua cana. O te permitía también entrar en la fragua, a la sombra, para descubrir al poco tiempo que allí hacía aún más calor que fuera. Vulcano como acompañante mitológico y sus mansiones tienen estas cosas.

Pero luego en invierno era un placer acudir a visitar al señor Argimiro - por camino de herradura, de nuevo - y hablar con él en la fragua, a oscuras casi, con la excepción de las chispas que incesantes brotaban del horno del fondo del Hades. Allí, sobre muros de ladrillos de adobe y bajo una cubierta de borraja - que ambos, bien cuidados, conservan mejor la temperatura que ningún otro material - guardaba éste una colección incomparable de herramientas milenarias que yo iba descolocando mientras nuestro herrero aguantaba con paciencia también milenaria.

Allí había yunques, escofinas varias, pujavantes, tenazas de todas las marcas, martillos de forja, de herradura, cuchillas, legras, rasquetas, perchas de forja, botapuntas, ganchos, leznas. Y clavos de todos los tamaños - alguno debió de pertenecer a la cabalgadura del gigante Polifemo. Y aldabas, y lanzas de carro, y bocados, y espuelas, y llamadores, y recatones, y morillos, y cerrojos, y calderos, estrébedes , trípodes, atizadores y calvocheros. E instrumentos forjados, de función ignota, cuyo nombre el señor Argimiro nos iba enumerando, dueño de la lírica del hierro, con la misma paciencia.

Argimiro se retiró un buen día - que hasta a la fragua de Vulcano le había llegado el turno antes - y la casa fue cerrada. Con su permiso, a veces, todavía la visitábamos y admiramos, ya en silencio, el horno apagado, la bacanal de hierro y forja que aún colgaba de las paredes, figuras de la herrería antigua que nunca habíamos visto antes, y cuya función nos sería desconocida ya para siempre.

Con el tiempo, la alquería entera fue abandonada. No sé qué sería de la fragua de Argimiro, ni de sus maravillas infernales.

Luego, vendría el tiempo nuevo de los herradores titulados, los de los cursos en Saint-Lo. Ésa es otra historia.

Ahora, dicen que hasta Andrés ha regresado. Le esperamos en el bar, cerca de la plaza. En épocas oscuras todos los caminos llevan allí, centro del universo, omphalos de las fraguas.





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